ompió la pared. Y ahora rompe en llanto. Se estremece, solloza. Le cuesta contener las lágrimas. ¿Cómo hacerlo? Si lleva de la mano a Mía y a Pía, sus hijas, los dos mejores trofeos de su vida. Si detrás como escolta eterna está Jorgelina, su mejor compañera. Si las gradas del Monumental elevan un mantra al cielo, un “Fideo” con la “e” estirada hasta el infinito.
Ángel Fabián Di María no puede contenerse. Y llora mientras la pantalla LED le muestra las imágenes de su hazaña. De los ladrillos del muro roto volando por los aires con la vaselina a Brasil en el Maracaná, el golazo a Francia en Lusail, ese épico primer grito eterno a Nigeria en Pekín. Gloria matizada de golpes, de esas difíciles que fraguaron el cemento del paredón que Angelito pudo destruir.
Llora, Di María. Escucha la voz en off de su hija mayor leyéndole una carta memorable, ahora ante miles de espectadores. Abraza a las peques, las estruja contra el sobretodo blanco. Y luego oye a su amigo, el capitán que estuvo con él en las bravas, cuando nada salía. El que a la distancia lo abraza. Lo mima. Lo honra.
“Quiero que disfrutes mucho esta noche tan especial. Argentina está haciéndote un homenaje más que merecido por lo que nos diste”, le dice Lionel Andrés Messi desde Miami. Tocándole el corazón. Hablando desde la cabecera del Monumental como un hincha. Un fanático más de la Selección. Y de Fideo.
“¿Quién iba a decir que se iba a terminar de esta manera?”, se pregunta Leo casi retóricamente. Y tiene razón: después de la caída frente a Francia en los octavos de Rusia pocos fanáticos del gambling futbolero habrían apostado por un desenlace semejante.
Pero el final feliz existe. Es real. Di María está ahí. En el corazón de Núñez, al lado de su familia, frente a un público que lo idolatra. Que no quiere dejarlo ir. El que le canta un “dale campeón” con valor simbólico doble: él no sólo fue campeón del mundo, dos veces de América y alzó la Finalissima. No, no: también tiene la dorada de la resiliencia. Cualidad trillada tantas veces pero que en el caso de Angelito aplica.
Nadie lo olvidará. Así se siente. Así se lo canta Abel Pintos, cara a cara, con guitarra en mano y la casaca bajo el saco. Un hit que eriza pieles en vivo y en directo mientras los jugadores salen al campo, todos lookeados con la camiseta #11 y la leyenda “Gracias Fide”. Todos reunidos para abrazar al hombre que voló desde Lisboa especialmente para este momento.
Y ahí está, Di María. Viendo cómo se le presenta la ocasión para un último gol, ahora con la garganta. Y les agradece a todos los integrantes del staff de la Selección, aquellos que lo bancaron en la más brava. Porque “fueron 16 años con ellos”, porque “viví cosas tan difíciles y al final terminé teniendo tantas alegrías”.
Las palabras también van a sus compañeros, “a los más chicos, a los más viejos que se hacen los jóvenes, ja”. A “los que me dieron la posibilidad de ganar todo” y porque, en síntesis, “gracias a ellos me estoy yendo de esta manera”.
Fideo a la vez les habló a esos feligreses a los que se sumó anoche, en su primer partido en rol de espectador. “Ahora soy un hincha más. Voy a estar ahi arriba (en la tribuna). Voy a seguir estando en las Copas América, en los Mundiales”.
Pero Angelito se despidió con ellas. Escoltas de siempre. En buenas, malas, regulares. En Lisboa o Manchester, en París, Lusail o Buenos Aires. “Gracias por acompañarme”, les dice a su esposa y a sus hijas, mostrándoles la Copa América. “Esta es la última Copa que terminamos ganando juntos con esta camsieta”, les dice sonriendo, orgulloso. Ya no llora: ahora son ellas las que no logran contener el sollozo mientras lo buscan con la mirada y el amor hecho gesto. Y se entrelazan en ese campo de juego que lo vio salir por última vez para dar la vuelta.