En la Argentina, cuando el aire económico deja de estar saturado de urgencias, aparece –tímida pero contundente– una pregunta de fondo: ¿por qué, con tanto potencial, seguimos empantanados en la baja productividad? Y la respuesta, aunque incómoda, empieza por una vieja conocida: el “costo argentino”.
La frase ha sido tantas veces utilizada como chivo expiatorio que perdió filo. Pero el problema no desapareció. De hecho, creció. No se trata de una pelea de tipo de cambio. Se trata de un cuerpo lleno de pequeñas hemorragias: impuestos superpuestos, regulaciones absurdas, servicios deficientes y un Estado que gasta mucho, pero rinde poco.
En esta crónica nos vamos a detener en un par de esos sangrados silenciosos: los Ingresos Brutos y las tasas municipales. Un cóctel letal que no solo encarece la producción sino que, en silencio, hace que los argentinos paguemos más, mucho más, por lo que consumimos.
El impuesto a los Ingresos Brutos, por ejemplo, tiene una lógica que desafía el sentido común: se aplica en cada etapa del proceso productivo. Mientras más elaborado es un producto, más veces paga impuesto. Pan sobre pan, y el consumidor al final de la fila. Lo llaman “efecto cascada”, pero bien podría llamarse “efecto montaña”, porque termina haciendo cumbre en el precio final.
¿Lo más perverso? Que nadie lo ve. No hay ticket, ni boleta, ni detalle. No hay forma de saber cuánto de lo que pagamos es impuesto y cuánto es producto.
Lo mismo pasa con las tasas municipales, que no son tasas porque rara vez implican un servicio a cambio, y que se calculan no por lo que se presta sino por lo que se factura.
Ahí aparece otra figura silenciosa: el intendente con afán recaudador, que encontró en las empresas una billetera más sencilla que la de sus vecinos. El resultado es una ecuación distorsiva que termina disfrazando el impuesto como parte del precio. Un mecanismo similar al que opera con la tasa vial en los combustibles. Nadie protesta por lo que no ve.
Un caso concreto lo deja claro: una empresa de peso en la Provincia de Buenos Aires deberá pagar este año $330.000 por cada empleado, solo en concepto de “tasa de seguridad e higiene”. Traducido: US$ 14 millones anuales. ¿Y quién paga eso? Lo sabés, lo pago yo, lo pagás vos, lo paga el que consume.
Mientras tanto, el Estado (en sus tres niveles) sigue funcionando como si el contribuyente fuese una fuente inagotable. Pero ya no lo es. Y el sistema lo sabe. Lo intuye. Lo padece.
En un mundo que se transforma a una velocidad vertiginosa, Argentina aún tiene sus cartas fuertes: recursos naturales, talento humano, cultura emprendedora. Pero esas cartas no se juegan solas.
Hay que dar la discusión de fondo. Esa que nadie quiere encarar: la del gasto público improductivo, su reverso en impuestos distorsivos, y la urgencia de reformas estructurales reales.
Porque si no bajamos el volumen al “costo argentino”, seguiremos atrapados en una economía cara, ineficiente y condenada al estancamiento.