Los ecos de la represión del pasado miércoles aún resuenan en la escena política argentina. Mientras las imágenes de manifestantes golpeados y heridos recorren los medios y las redes sociales, en la Casa Rosada el mensaje es claro: no hubo errores, solo una demostración de autoridad. El operativo, comandado por la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, fue respaldado sin fisuras por el presidente Javier Milei y su círculo íntimo.

En Balcarce 50 minimizan el costo político de la brutal represión. “No nos va a afectar en nada”, aseguran en los pasillos del poder, donde la comparación con el gobierno de Mauricio Macri se repite. “Él se quedaba a mitad de camino”, deslizan, diferenciando la firmeza de la actual gestión respecto de las protestas en 2017 contra la reforma previsional.

El argumento oficial se apoya en la composición de la movilización. Desde el Ejecutivo sostienen que no se trató de una manifestación pacífica de jubilados, sino de un grupo organizado por sectores opositores y barrabravas del fútbol argentino. “Son mercenarios pagos”, afirman, señalando al kirchnerismo y la izquierda como responsables de la convocatoria.

Pero la narrativa va más allá. En el Gabinete han instalado la idea de que lo ocurrido fue un intento de golpe de Estado. El jefe de ministros, Guillermo Francos, fue el primero en verbalizarlo: “Hay sectores de la política que buscan desestabilizar al Gobierno”. Para el oficialismo, el grito de “que se vayan todos” no es solo un reclamo social, sino una amenaza directa contra la administración libertaria.

En esta línea, Bullrich redobló la apuesta y vinculó a dirigentes peronistas como Fernando Espinoza y Martín Insaurralde con los disturbios. “El objetivo es desestabilizar a este Gobierno y van a intentarlo todos los miércoles”, lanzó la ministra, justificando la actuación policial.

Sin embargo, la unanimidad dentro del oficialismo se quebró con la postura de la vicepresidenta Victoria Villarruel. En un gesto de diferenciación, expresó su solidaridad con los heridos y reivindicó la protesta como “un ejercicio de la democracia”. “La violencia no es la herramienta para manifestarse ni para defender ninguna causa”, advirtió, marcando distancia con la Casa Rosada.

El conflicto también escaló a la Justicia. Mariano Cúneo Libarona, ministro del área, respaldó el accionar policial y arremetió contra la jueza Karina Giselle Andrade, quien ordenó la liberación de los 94 detenidos durante la protesta. En respuesta, anunció que la denunciará ante el Consejo de la Magistratura, acusándola de ser parte de la “justicia de la puerta giratoria” que, según el Gobierno, favorece la impunidad.

El relato oficial encontró eco en las redes sociales, donde funcionarios y voceros replicaron el mensaje de orden y estabilidad. Manuel Adorni, portavoz presidencial, calificó a la jueza Andrade de “cómplice”. En la misma línea, Lisandro Catalán, secretario del Interior, aseguró que la marcha fue “una puesta en escena para generar violencia” y reafirmó el compromiso del Gobierno con el control de las calles.

Con la narrativa instalada y el respaldo presidencial intacto, el oficialismo deja en claro que no habrá cambios en su estrategia de seguridad. Mientras tanto, en las calles y en los tribunales, el impacto de la represión sigue escribiendo nuevas páginas en la historia de un país donde la protesta y la respuesta del Estado vuelven a estar en el centro del debate.