Antes de que política y económicamente todo volara por los aires, se pensaba que 2023 no solo iba a estar marcado por una inflación que nos empobrece y unas elecciones que no entusiasman a nadie. La democracia cumple 40 años y eso se veía como todo un hito. Pero la política no está para fiestas ni para hablar de las oportunidades desperdiciadas.
Y entonces, cuando parecía que toda esa historia iba a seguir guardada en el cajón de los recuerdos, vino la serie sobre Fito Páez, El Amor después del amor, como otro camino para volver a poner una luz sobre los años 80 y los primeros 90 en la Argentina.
Un ejercicio posible es intentar hacer una contextualización política sobre aquello que la serie cuenta desde el punto de vista de un artista que, como otros –con Charly García como mayor icono–, es también cronista y reflejo del espíritu de su época.
La historia comienza en los últimos años de la dictadura, cuando Fito se movía en un under rosarino aislado y pequeño, que tenía que hacer arte a escondidas. Hasta que, guerra de Malvinas mediante, se abrieron las puertas para una mayor difusión del rock en castellano.
Sin redes sociales ni internet, las canciones dependían demasiado de la radio para hacerse conocidas. En los años previos la censura, los condicionamientos, dejaban poco espacio para los autores locales: se imponía la música en inglés. El conflicto bélico con el Reino Unido cambió el escenario. En ese marco, con las discográficas en busca de nuevos perfiles, se produce el desembarco de Baglietto y su troupe en Buenos Aires.
Los rosarinos fueron parte fundamental de la banda de sonido de la posguerra y la transición hacia la democracia que se produjo después, con una juventud ávida por protagonizar un cambio de época que se respiraba en la movilización callejera incipiente, la posibilidad de militar políticamente y también en los recitales. Algo que se refleja, por ejemplo, en la película “Los chicos de la guerra”, de 1984, que termina con Baglietto cantando en el escenario porteño de Obras Sanitarias “Tratando de crecer”, una joya temprana en la que un Fito muy joven (19 años) le dice a los habitantes del tiempo “nuevo y bueno” que venía después de aquella “guerra en sí bemol, sin ninguna melodía”: “Multiplicar es la tarea”.
La edad de la inocencia
Si se enfoca desde los discos solistas de Fito, esos primeros años de su carrera podrían definirse como la edad de la inocencia. Del 63, Giros e incluso La la la, esa maravilla elaborada a dúo con Luis Alberto Spinetta. Es el tiempo de la primavera democrática, de la apertura, también del destape. El fin de la censura, de la opresión, y el nacimiento de una ilusión que desde la política canalizó Raúl Alfonsín con el “con la democracia se cura, se come y se educa”.
“Del 63”, primer tema de su primer disco, es una canción que invita a revisarse. Mirar lo que hicimos, lo que vivimos, ya sin el miedo de que “no se puede salir a la calle sin un revólver”. De lo personal a lo colectivo y de lo colectivo a lo personal. En la calle, en tanto, se grita “nunca más”, “crimen y castigo”.
Giros, obra consagratoria de un artista de apenas 22 años, amplía la mirada y marca, de alguna manera, el fin de la nostalgia. Por el cambio de sonido, ya con clara influencia de Charly García, pero también de discurso. Aparece la inocencia, el deseo de construir más allá de lo individual –en temas como el mismo “Giros”, “Cable a tierra”, “Yo vengo a ofrecer mi corazón”– pero también el lado oscuro de aquel tiempo, con algo de candidez en “11 y 6” y un deseo transformador en esa canción de ida y vuelta al 17 de octubre de 1945 que es “DLG” (Día de los Grones). Es, al fin, un largo viaje histórico, que pasa por los generales que decidieron una guerra entre whisky y cocaína (“Decisiones apresuradas”) hasta la misión que se impone en ese himno que es “Yo vengo a ofrecer mi corazón”: unir las puntas de un mismo lazo, que desde lo musical pueden ser el rock, el tango y la chacarera (así lo escribió hace algunos años el periodista Martín Pérez) y desde lo político todo el campo popular que, con el juicio a las juntas en marcha, debía abroquelarse para defender una democracia que aún se mostraba frágil ante las facciones golpistas que no dejaban de desplegar acciones amenazantes.
La idea de unir, fusionar, hermanarse, construir con otros avanza un casillero más en La la la, donde además de las maravillosas canciones de Fito y el Flaco hay un gesto artístico que también se convierte en político porque todo lo revolucionario culturalmente lo es: la versión que hacen de Grisel, el tango de Mores y Contursi, que horrorizó a los tangueros pero le abrió la puerta de esa música ciudadana a jóvenes que solo querían rock and roll.
El fin de la ilusión
La tragedia que significó para Fito el asesinato de su abuela, su tía y la mujer que trabajaba en la casa familiar de calle Balcarce abrió un nuevo período poético musical para Fito, marcado por el disco Ciudad de pobres corazones, la obra con la que dio su gran muestra de carácter resiliente: el dolor y la bronca sublimados a través del arte.
Fito canta sus sentimientos a los gritos y otra vez su voz se hace colectiva. Lo personal y lo político, en un momento que también es de quiebre para una juventud que empieza a expresar desencanto ante algo que es marca de esta democracia que cumple 40 años: las promesas incumplidas.
Se cae el mito fundacional del alfonsinismo: con la democracia sola no alcanza ni para dar de comer, ni curar ni educar. Por supuesto, la situación era incomparable con la anterior, con la dictadura. Pero ni siquiera están garantizadas las libertades individuales si encima que matan a tu familia, también te ponen marihuana en un viejo cajón y en lugar de buscar a los asesinos te investigan a vos.
Y no fue un caso aislado. En aquel tiempo –y de esto también hay continuidades en el presente rosarino– la policía y la Justicia simulaban combatir la circulación de sustancias con estadísticas. Pero al mismo tiempo los narcos alimentaban las cajas negras de las instituciones. Entonces era común que se detuviera a consumidores y que se le pusiera droga que no era de ellos. Así, se dibujaban procedimientos, se armaban causas, se creaba un relato de persecución del delito que no era tal.
El crimen se esclareció de manera casi casual, con algo que también tenía que ver con el clima de época: la detención de una travesti que era trabajadora sexual callejera y que tenía un collar que habían robado de la casa familiar de Fito. Esa pista llevó al asesino, justo antes de las elecciones provinciales de 1987 en las que el peronismo santafesino –en esos momentos encabezado por lo que se llamaba la Cooperativa de Vernet y Revilgio– retuvo el gobierno provincial.
Este período, el más oscuro de Fito, se sostiene en el disco Ey, de 1988, y empieza a mostrar un horizonte de salida en Tercer mundo, de 1990, grabado en coincidencia con la llegada al poder de Carlos Menem y en contraposición con las relaciones carnales con Estados Unidos y su pretensión de ser parte del “primer mundo”.
El disco es un punto de inflexión. Fito, como todo el país, padece la crisis económica, las consecuencias de la hiperinflación. Encima se había terminado su contrato con la discográfica EMI. Igual, decide grabar antes de hacer lo mismo que muchos otros jóvenes de su edad en aquel tiempo (y en tantos otros en esta Argentina de frustraciones cíclicas): probar suerte afuera del país.
Esa situación quedó reflejada no en un tema propio sino en uno de Bersuit Vergarabat: “Lo vi a Fito sentado en un bar, con una BIC cargada de alcohol, es que su panza empezó a mandar y le ordenó que se vaya”, cantaba el Pelado Cordera en “Como nada puedo hacer”.
Pero, paradójicamente, Tercer mundo fue un éxito que sorprendió al propio artista, que entonces volvió rápido de Europa para la promoción y la difusión en vivo de la placa. Esas canciones reflejaban la sordidez de las calles (“El chico de la tapa”) pero también –alineado con la época– la esperanza fundada ya no en lo político, pero sí en la posibilidad de resistir construyendo desde lo personal (“Los buenos tiempos” más “Y dale alegría a mi corazón”, tema que se convirtió en un himno en toda Latinoamérica).
Solo el amor puede sostener
Justamente desde el refugio propio, que en este caso es el amor que sana las heridas, Fito edifica su resurrección definitiva, con el menemismo en la cresta de la ola por otra ilusión que terminará caída: el 1 a 1.
El amor después del amor, el disco más vendido de la historia de la música argentina, el que lo puso en el olimpo del rock nacional junto a sus amados Spinetta y García, es el máximo acto de reinvención del músico rosarino.
El amor como plataforma de lanzamiento y también de sostén. El arte otra vez como lugar de resistencia y espacio para la belleza, mientras afuera reina la banalidad de la época de la pizza con champán y el presidente que viajaba en una Ferrari a 200 kilómetros por hora.
Lo colectivo, acá también, es lo cercano: el disco cuenta con la colaboración de un seleccionado de artistas como Spinetta, García, Fabiana Cantilo, Celeste Carballo, Andrés Calamaro, Mercedes Sosa, Claudia Puyó, Chango Farías Gómez, Osvaldo Fattoruso, Ariel Rot, Gustavo Cerati, Lucho González.
Visto desde Rosario, la reinvención se completa en Circo Beat, grabado íntegramente en la Sala Lavardén en 1994. Es un regreso luminoso a la ciudad después de la tragedia de calle Balcarce. La reconciliación absoluta de Fito con su lugar de origen y con él mismo.
Todo ese proceso es el que acaso lo lleva a decirnos una vez más, como cronista de época, dónde pararnos en esos momentos en que “el mundo se cae a pedazos”: en 1996, como parte del disco Euforia, graba el tema “Dar es dar”, un buen himno para cerrar esta parte de la historia.